Mi visita al Psiquiatra

Era media tarde, mi hija Nanis –así le decimos de cariño a Cecilia- recostada en el viejo sofá viendo una serie en Netflix, comiendo canchita, mientras yo revisaba el diario en la pequeña laptop, de pronto decidí encender un cigarrillo, saque uno de la cajetilla, no había terminado de aspirar, cuando mi hija volteó la cara y me dijo a manera de pregunta imperativa  –otro cigarrillo más, no puedes dejar de fumar?, le respondí defendiendo mi actitud –no fumé durante toda la mañana,   y   como    quien    me   estalla   una   granada  en   la  cara,  repuso –necesitas conversar con un psiquiatra. Entonces ensayé una respuesta rápida, -no es necesario, -sí lo es -respondió- seré el paciente de tu mami –mi esposa es psicóloga- creo que mi respuesta no la convenció, pues inmediatamente y antes que termine de hablar, sentenció –¡¡no es lo mismo!!.

Aspiré una bocanada de humo, que lo expulsé por la boca y la nariz, mientras le decía, que el tabaco podía sustituirlo consumiendo caramelos, como lo estaba haciendo, mi hija no dio pies atrás y respondió –los caramelos no funcionan, es Juanjo (mi sobrino nieto que por ser una adorable criatura y por su cortísima edad le resta el cariño a mis hijos) quien se los come todo; mientras ella reprochaba mis respuestas yo seguía aspirando bocanadas y bocanadas de humo y expulsándolos con el mismo entusiasmo.

De pronto cogió su celular, marco unos números, y se puso a hablar con alguien, le preguntó por su padre, una dirección y pidió una hora, luego terminó con la conversación, y me dijo –¡ya está!, el doctor nos atenderá mañana a las seis de la tarde, le respondí a manera de convencerla que no era necesario visitarlo, (en realidad no sabía a quién íbamos a visitar), ella con un ánimo persuasivo me decía –mientras yo continuaba fumando- es el padre de un amigo, es médico psiquiatra y sólo será una sesión de diálogo, sé que te ayudará, medité unos segundos y pensé: una conversación con el médico no me haría daño, a lo sumo me costará las cien lucas de la consulta (claro que con eso podría comprar un cartón de diez cajetillas de cigarrillos). Entonces acepté ir (porque a la hija no le podemos decir no, sobre todo cuando es la niña de tus ojos).

Llegamos un poco temprano, en el consultorio habían dos pacientes sentados en los sofás verdes, un caballero de la tercera edad que tenía los ojos enrojecidos, desalineado, el traje arrugado, como si para él la vida no tuviera sentido, intuí que se trataba de un asiduo consumidor de alcohol,  un poco más allá, un jovencito de unos veinte y pico de años, nervioso, se frotaba la manos, tenía el iris de los ojos en la parte superior, debe ser un consumidor de alguna sustancia tóxica –pensé-: y yo que hacía en medio de dos adictos?.

La espera para ingresar a la oficina del doctor fue aburrida, un cuadro colgado de la pared con una niña que tenía el índice derecho sobre los labios como quien invita a estar en silencio, revistas poco atractivas sobre la mesa, nadie se miraba, un silencio monacal rondaba la oficina, mi hija a lado mío y yo impaciente.

Hasta que por fin terminó con los dos pacientes, me llamó por mi nombre, me puse de pie, arreglé mi saco, miré a mi hija como quien dice vamos, ella con un movimiento de cabeza me dio a entender que la consulta era personal, lo entendí clarito, así que avance casi de prisa, ingresé, el médico estaba sentando revisando unas hojas de papel, le saludé cordialmente extendiéndole la mano, él levantó la cabeza respondió a mi saludo  –también   cortésmente   me   dio   la   mano-   inmediatamente   me   dijo: -siéntese, a lo que acepté sin reprochar, dejó las hojas de papel excepto una en blanco, me hizo preguntas generales y luego un interrogatorio más técnico. -Por qué vino a la consulta? –me preguntó-, a lo que le respondí rápidamente ¡¡no sé!!, levantó la cabeza, me di cuenta de sus anteojos gruesos, y su barba tupida, una bata blanca con su nombre y el bordado del símbolo del colegio médico y dentro un polo de color azul. Creo que mi respuesta le incomodó, a lo que reformule diciendo –no sé si es un problema, pero me agrada el cigarrillo. Fue una decisión unilateral de mi niña, quien me sugirió que lo visitará, acepté y por eso estoy aquí. Mientras yo hablaba el médico hacía unos anotes en la hoja de papel, con una caligrafía de diablo, luego me preguntó desde que edad fumaba, como si eso sirviera de algo, le respondí -creo desde los 17 años, esa pregunta me abrió un espacio interesante, pues lo lleve a mi cancha con mi hinchada, le conté que el primer cigarrillo que fume fue argentino y que de allí no paré en esa loca carrera del pitagórico, no quise darle espacio para más preguntas, le comenté que fumaba unos cigarros Dexter que eran pequeños y rubios, a veces cambiaba por el Ducal, pero eran malísimos, mejor eran los Arizona que tenía doble nicotina la segunda era de carbón, nunca fumé los mentolados, porque mis amigos, decían que eran para las mujeres, me gustaban el Golden 100 buen tabaco, claro que en mis momentos misios, compraba Inca sin filtro, eran negros y baratos. Es decir le hice un recorrido de las clases y calidades de cigarros. Y volvió con otra pregunta, -¿por qué fuma y en qué momentos lo hace?, le respondí a la primera -fumo por placer, volvió a levantar la cabeza, esbozó una pequeña sonrisa, intenté mejorar mi respuesta, con una pregunta ¿Ud., fumó alguna vez?, movió la cabeza negativamente, repitió su pregunta: -en que momento fuma?, le respondí con sinceridad, cuando veo un partido de futbol, cuando leo, cuando escribo tonteras, cuando estoy solo, en los intercambios de horas de clase, es decir, en todo momento –le concluí-. Él seguía llenando la hoja de papel con su mala caligrafía, a veces hacia diagramas, yo observaba eran pequeños círculos, rombos, cuadrados, como si fuera una sesión de geometría, creo que se cansó de escucharme y me dijo –muy bien, me miró a los ojos directamente,

-¿Ud., sabe que los fumadores están categorizados? –me dijo-, confieso que ese detalle no lo conocía, no sabía que había una jerarquización de fumadores, pensé: los que solamente pitan, los que hacen secas, los que encienden el cigarro solo por tener algo entre los dedos, también pensé que si existía esa categorización entonces podía haber una premiación y que si postulaba seguro me llevaba una medalla. Mis pensamientos de apagaron cuando comenzó a darme una cátedra –psicológica o psiquiátrica- sobre las clases de fumadores, existían: los compulsivos, los que fumaban por imitación, aquellos que se deprimían y buscaban un refugio, incluso que existían fumadores que los hacían por razones culturales y etc. De pronto soltó una sentencia, modulo su voz, frunció el ceño y mirándome a los ojos -dijo-, ¡Ud., se va a morir!, -como si eso ayudara a dejar el cigarrillo-. El cigarro produce cáncer –lo subrayó con sangre fría- ataca a los ganglios, -en la hoja de papel hizo un dibujo de redes como si fuera una tela araña-, a los pulmones y al estómago, ¿quiere ese final?, le miré a la cara, le dije que sabía de esas cosas, pero que no le prestaba atención, -es por su bien, -me indicó-, haga deporte, busquemos sustituir con otras cosas, -está bien doctor –le respondí- para contentarle.

¿Qué clase de placer le provoca el cigarro? –preguntó-, -es algo que no se puede describir con palabras, si usted nunca fumó, tampoco lo va entender -respondí-, es una sensación placentera, algo que solo los fumadores podemos sentirlo, trate de hacerle comprender que el cigarro era parte de mi vida. ¿Por qué no fuma uno? –le propuse-, y verá cómo se siente, inténtelo, le mostré un cigarrillo, lo vio dubitativamente, se lo alcancé, lo tomo con delicadeza, me invitó a salir del consultorio, mi hija se puso de pie, el médico le dijo que esperara un momento y cuando estuvimos en el pasillo, me pidió que se lo encendiera,  así lo hice, dio una bocanada de humo que le provocó una tos formidable, un poco colorado dijo que estaba bueno. El volvió a la carga con el tema de la muerte, diciéndome que el tabaco conducía a ello.

Mientras echábamos el humo por la boca, le conté la profecía de mi amigo Bittor: el curandero, una tarde de tragos, mientras yo fumaba, me dijo: -tú te vas a morir por culpa del cigarro, -le respondí- –con cáncer, -¡no! –gritó-, entonces?,  te atropellará un carro cuando en medio de la pista de detengas para encender tu cigarro, reímos y continuamos bebiendo.

Le agradecí a mi psiquiatra por su paciencia, le extendí la mano, llamé a mi hija y comenzamos a caminar por el pasillo, cuando volví la cabeza, el doctor daba pitadas entusiasmadas al cigarrillo. Quizás no vuelva a ver a mi psiquiatra.