«Aún quedan sus raíces en la tierra” dice Alberto Hidalgo y junto a él, conoceremos a Rodolfo Hinostroza, Domingo de Ramos, José Watanabe, Pablo Guevara y el universal César Vallejo. Nos dejes de leer esta breve recopilación de Pavel Ugarte.
El padre es una figura no recurrente pero constante en el ideario creativo. Tenemos padres de ciertas corrientes literarias como parricidas de la tradición escrita. Por citar un ejemplo cercano, se concibe a Vallejo y Eguren como los padres de la poesía peruana. Sebastián Salazar Bondy, César Toro Montalvo y Ángel Avendaño van mucho más atrás para otorgarle la paternidad de nuestra poesía al Inca Manco Qhapac de quien tenemos “himnos y cantos” gracias a las recopilaciones de Juan Santa Cruz Pachacuti, fechadas en 1613, en la “Relación de antiguedades deste Reyno del Perú”.
El padre es algo más que una figura carnal, es otro símbolo progenitor de la vida y la creatividad. En la poesía de diferentes autores peruanos, podemos ubicar las más bellas nostalgias, confesiones y por qué no decirlo, ajuste de cuentas que solo pueden saldarse con la emoción y sinceridad que quien habla con el corazón en la mano. La “Canciones de hogar” que se encuentran en los Heraldos Negros (1918), es un buen punto de partida para esta breve recopilación. Ahí encontramos “Los pasos lejanos” que evocan al padre de César Vallejo (La Libertad 1892 – París, 1938), desde el tenor de su discurso que siempre tuvo como protagonista a los miembros de su familia. Vallejo es el poeta del saudade y la fibra telúrica. Ningún libro o poema suyo está exento del apego familiar que es el mismo apego que expresa ante la tierra natal.
Alberto Hidalgo (Arequipa, 1897 – Buenos Aires, 1967), llegó a reunir una “Antología Personal” publicada el año de su deceso. Textos como “Retrato”, “Hombre definitivo”, “Árbol genealógico”, “Declaración de principios”, “Oda al pan” se encuentran repartidos entre poemas con esencia, patria, amor, muerte, (con-)migo y con pueblo. Todo el libro es una selección de su poesía pero también de su evocación paternal que se expresa literalmente en el poema “Papá” que adjuntamos a este viernes.
“Mi padre un zapatero” es uno de los más bellos testimonios del amor de un hijo a su padre en la noble humildad de su oficio. Pablo Guevara (Lima, 1930-2006) es el autor y cifra este poema en el “Retorno a la Creatura” de 1957 publicado en Madrid. Guevara es un poeta serio y de rigor lo cual no quita la belleza de su poesía. La gravedad de la voz poética que asume hace que te identifiques inmediatamente con el contenido. Este maestro poco conocido de la poesía nacional debe leerse y para ello reeditarse exponiendo una tónica distinta en el espíritu literario peruano. No es sufrimiento, es trabajo. Posiblemente el mismo trabajo que le deparó a Rodolfo Hinostroza (Lima, 1941-2016), encontrar los restos de su progenitor. “Los huesos de mi padre”, lo encontramos en “Poesía Completa” editada por Tribal Poesía el 2013. Es un poema desgarrador y hermoso sobre su padre, Octavio, poeta y aristócrata de viejo cuño a quien inmortaliza en la “Casa Grande” y sus recuerdos. En más de una conversación lo escuché haciendo referencias a él. Y pienso en el poderoso vínculo que va más allá de la sangre cuando se adscribe también, admiración por el padre.
José Watanabe es una voz sumamente original de la poesía del 70 y su “Álbum de familia” lo hizo merecedor del premio “Poeta joven del Perú” junto a Antonio Cilloniz quien el 2019 merecidamente acaba de ganar el Premio Nacional de Literatura que otorga el Ministerio de Cultura a las obras más representativas editadas cada dos años. El poema se llama “Las manos” y narra la travesía de su padre desde el Japón hasta el Perú con el mismo encanto que acostumbra transmitir Watanabe en su pluma. Minimalista pero con una profundidad muchas veces insondable. Finalmente, en la década de los 80s tenemos a Domingo de Ramos con “Del padre” “Del hijo”. Dos poemas que podemos ubicar en “Pastor de Perros” (1993) y es parte de “Ópera de la Violencia” en “In-sufrido fuego. Poesía reunida (1988-2011)”, publicada el 2014 por el Fondo Editorial del Congreso de la República del Perú. Aquí la palabra filosa y también la sentencia ante la ausencia del padre pero la presencia del hijo. Una relación indivisible, motivo de esta breve selección que ha sondeado epidérmicamente algunos poetas de nuestra cultura impresa. Cada uno de estos poetas, es la raíz de su padre y nosotros a su vez, la raíz de ella.
“Los pasos lejanos” de César Vallejo
Mi padre duerme. Su semblante augusto
figura un apacible corazón;
está ahora tan dulce…
si hay algo en él de amargo, seré yo.
Hay soledad en el hogar; se reza;
y no hay noticias de los hijos hoy.
Mi padre se despierta, ausculta
la huida a Egipto, el restañante adiós.
Está ahora tan cerca;
si hay algo en él de lejos, seré yo.
Y mi madre pasea allá en los huertos,
saboreando un sabor ya sin sabor.
Está ahora tan suave,
tan ala, tan salida, tan amor.
Hay soledad en el hogar sin bulla,
sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
y que baja y que cruje,
son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie.
“Papá” de Alberto Hidalgo
Tenía el padre un parecido grande con la bondad
La misma frente iguales ademanes
Idéntica manera de moverse hacia los lados
Como distribuyéndose en las cosas
Como soltando partes suyas para que las asieran las personas
El padre y la bondad eran sosías
Entiendo que el tórax era poco
Año tras año ampliaba el domicilio en que alojaba el corazón
Y de tal modo éste llegó a ocupar todo su cuerpo
Allí a sus huéspedes brindaba atención de primera
En costumbre de abrazos en que cabían miles
Sin promiscuarse y sin hacinamiento
Porque al espacio su conducta cual si fuera de goma lo estiraba
No era una vela pero ardía
Pasiones contenidas no exportadas quemábanlo
Los libros que pensaba y no escribía eran su incendio
Las lecturas el ver el ansia de escuchar lo combustían
En la voz en las manos en los ojos se le pulsaban 39 grados
Hizo llamar a médicos y su diagnóstico fue absurdo
Por no dar en la tecla y no auscultarle el alma no advirtieron
Que él quería ser cielo y se iba en fuego
En lo que sale de la hoguera en fibra
La profesión que ejerció fue el entregarse
Proporcionaba una amistad de higuera que daba alimento y sombra
Y por eso después de atacarlo la muerte se dio cuenta
De que había abatido no solamente a un hombre sino a un árbol
Aún quedan sus raíces en la tierra.
“Mi padre un zapatero” de Pablo Guevara
Tenía un gran taller. Era parte del orbe.
Entre cueros y sueños y gritos y zarpazos,
él cantaba y cantaba o se ahogaba en la vida.
Con Forero y Arteche. Siempre Forero, siempre
con Bazetti y mi padre navegando en el patio
y el amable licor como un reino sin fin.
Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas
que alcancé a acariciar. Fue pobre como muchos,
luego creció y creció rodeado de zapatos que luego
fueron botas. Gran monarca su oficio, todo creció
con él: la casa y mi alcancía y esta humanidad.
Pero algo fue muriendo, lentamente al principio:
su fe o su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión;
algo se fue muriendo con esa gran constancia
del que mucho ha deseado.
Y se quedó un día, retorcido en mis brazos,
como una cosa usada, un zapato o un traje,
raíz inolvidable quedó solo y conmigo.
Nadie estaba a su lado. Nadie.
Más allá de la alcoba, amigos y familia,
qué sé yo, lo estrujaban.
Murió solo y conmigo. Nadie se acuerda de él.
“Los huesos de mi padre” de Rodolfo Hinostroza
¿Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas flácidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
en el que no creía,
sus continuos fracasos.
La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
ésa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último
rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
sino con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta
identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño
eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos.
“Las manos” de José Watanabe
Mi padre vino desde tan lejos
cruzó los mares,
caminó
y se inventó caminos,
hasta terminar dejándome sólo estas manos
y enterrando las suyas
como dos tiernísimas frutas ya apagadas.
Digo que bien pueden ser éstas sus manos
encendidas también con la estampa de Utamaro
del hombre tenue bajo la lluvia.
Sin embargo, la gente repite que son mías
aunque mi padre
multiplicó sus manos
sólo por dos o tres circunstancias de la vida
o porque no quiso que otras manos
pesasen sobre su pecho silenciado.
Pero es bien sencillo comprender
que con estas manos
también enterrarán un poco a mi padre,
a su venida desde tan lejos,
a su ternura que supo modelar sobre mis cabellos
cuando él tenía sus manos para coger cualquier viento,
de cualquier tierra.
“Del padre” de Domingo de Ramos
Irremediablemente Faustino quebró su arco
Rebuznándose en la mar en su pequeño bote
orlado de anchovetas que le ceñían el pecho
mientras la espuma subía como alcatraz torpe
sobre las rocas y se fue partiendo percudiendo
como dos alas la ambarina luz del sol
gimiendo una imprecación inaudible
a modo de soplo como viene el hombre después de inundar
a la hembra a destrozarse con las aguas un día antes
en las resecas playas en que por primera vez
vi su negra elegancia
y ya no tengo memoria de él con su arco quebrado
sobre las hélices que suben y bajan en su pecho
Y que ahora duermen para siempre Fue mi padre un buen tiempo
en que no creía en ellos Oh consolá consolá me decían antes
los yerros de los vientos al dibujar mi sombra
Qué falsía qué fachada qué cacharro Esa la mía la venérea alta
con que se cubre el rostro de aquel que más quiero
Y qué sentido tienen ya las cruces del camino
qué de los pies áureos resplandeciendo incivilizados
bajo la tierra?
Ya su nombre no resuena no gotea. Y yo ya aprendí a cortar redes
a ser juerte como esposa y deslomado de oficios
golfeando en esta barca las entrañas de la luna
como un animal montaraz escupiendo a la multitud
No sé más que inclinarme en el largo viaje que me espera
Irremediablemente Faustino fue mi padre Irremediablemente
Yo lo Sentencio.