El espacio urbano en el cusco colonial.Uso y organización de las estructuras simbólicas.

Introducción Este trabajo se propone ahondar en el conocimiento de la ciudad del Cusco en la época colonial, relacionar y complementar aspectos hasta ahora trabajados en forma aislada y, particularmente, estudiar las estructuras simbólicas y el uso del espacio urbano. En lo geográfico, cubre la ciudad del Cusco -Perú-, su centro histórico y sus barrios periféricos. En tiempo, contempla la época colonial  con una somera extensión hasta hoy.

Más allá de lo avanzado en la comprensión del Cusco colonial -en cuanto a sus viviendas y algunos edificios en particular- es ahora indispensable acometer el tratamiento de las obras religiosas y su inserción en la vida urbana. Porque, si bien pareciera un tema autónomo, está íntimamente relacionado con el quehacer de toda la ciudad, la organización barrial y la forma en que lo ha visto y lo ha vivido el hombre cusqueño. Este trabajo busca, entonces, conocer no sólo a los propios edificios, sino también a las relaciones de éstos con el ambiente urbano, sus funciones y sus servicios. Se podrá dar a conocer así un tema fundamental para la comprensión del urbanismo americano.

El estudio se orienta a profundizar y verificar algunas observaciones previas, que podrían sintetizarse en tres aspectos principales: el reordenamiento interno de la población en el siglo XVI, la organización de los barrios en el siglo XVII y la consolidación de las estructuras simbólicas de la ciudad a principios del siglo XVIII.

Si tradicionalmente habíamos tomado esos tres momentos como puntos fundamentales, el presente trabajo nos ha permitido abrir nuevos enfoques. Con ello hemos llegado a ver cómo otros hechos propios de la ciudad, del territorio y aun de la situación general de las colonias españolas, llevarían a cambios y renovaciones.

Sin embargo, lo más apasionante es ver cómo -aun con tales cambios- la persistencia de muchos aspectos puede encontrarse hasta la actualidad. Por eso, además de una comprobación de las hipótesis planteadas, se ha logrado ahondar en detalles particulares que hacen cambiar el enfoque simplista de un Cusco barroco único y cerrado.

La ciudad del Cusco se presenta como un caso especial dentro de la historia colonial ya que fue fundada sobre un antiguo centro prehispánico que además era la cabeza de un vasto imperio. Durante los primeros años recogió este carácter de capital civil, que se extendió asimismo a la jurisdicción eclesiástica. Si poco después dejaría tal preeminencia a favor de Lima que llegaría a ser la capital virreinal y la sede episcopal principal, no perdería otras calidades notorias. Su mismo aislamiento dentro del territorio ayudaría a la persistencia de muchas de esas cualidades. Por el hecho de mantenerse como cabecera española en un primer momento, la transferencia virtual de los valores simbólicos incaicos se realizaría con bastante facilidad. Autoridades civiles y religiosas apelan a esta continuidad que se nota en diferentes aspectos de la organización urbana y en las costumbres que tratan de afirmarse. Ese simbolismo también se afianza con el sentido que la ciudad adquiere como centro de un vasto territorio. Pero para la consolidación de los simbolismos fue necesaria la mestización -en el más amplio significado de la palabra- que redundó en un sentido de pertenencia. Ese sentido abarcaría a toda la sociedad que así, cree encontrar en la ciudad buena parte de su identidad que, más que una unión entre lo incaico y lo hispano, es en realidad una síntesis de ello . Por tal razón es que pronto en Europa se crea casi un mito de la ciudad y así surgen las numerosas imágenes ideales del Cusco, concretadas a partir de descripciones vagas, pero ponderativas. Grabados y dibujos se producirán todo a lo largo del siglo XVI y durante buena parte del XVII, perdurando mucho tiempo tales idealizaciones en la mente de quienes no conocían la verdadera ciudad.

Asimismo, se tuvo en cuenta el equilibrio entre las congregaciones religiosas dentro de la parte central de la ciudad. Pero vemos que cuando se fundan los monasterios femeninos, así como los beaterios, se produce una serie de traslados y adecuaciones de viejos edificios, lo que también pasaría entre colegios y hospitales. Parece haber una acomodación bastante marcada hacia 1620, un posterior equilibrio y nuevos cambios poco antes del terremoto de 1650. Porque si bien se habla de un gran movimiento arquitectónico y artístico a posteriori del mismo, tal movimiento estaba en plena euforia al promediar la década anterior, como muestra la documentación de los archivos. Conciertos, dibujos, escrituras, libros de fábrica, son testigos fieles de esto.

Alrededor de 1620 aparece en forma clara una estructuración de la función educativa, como decimos más arriba. También es el momento en que se traslada Santa Clara al sitio definitivo. Su presencia y la del colegio de San Bernardo en la zona de Cuichipunco ayudarían a vertebrar esos barrios de Matará y la Cruz Verde, hasta entonces bastante periféricos. Esto, en cierta manera coincide con la ganancia de prestigio de la zona que va de la plaza central a la de San Francisco y con el cambio de uso del antiguo barrio de la nobleza incaica, detrás de la catedral, que alberga a San Antonio Abad. Quince años antes se había fundado el monasterio de Santa Catalina sobre la calle que une la plaza con el Coricancha y a un centenar de metros de San Agustín. Hacia 1645 estaban en plena construcción muchas de las iglesias de la ciudad, sus retablos e imágenes, estaban fundiéndose campanas y fabricándose órganos. La actividad era febril y ya los artistas y artesanos locales habían alcanzado un nivel técnico importante. Los colegios de San

Bernardo y San Francisco de Borja se consolidan y compran sendas casas, a las que hacen obras de adecuación para su funcionamiento. Coincide con ello la fundación del hospital para mujeres, bajo la advocación de San Andrés, el que justamente pasa a ocupar el local dejado por San Bernardo y al que también comienza a hacérsele arreglos.

Por eso, es bien claro que la reconstrucción de la ciudad y sus edificios más notables, después del terremoto de 1650, fue posible por la capacidad profesional que la ciudad ofrecía, más allá de los impulsos dados por autoridades y benefactores. Si el Cusco no hubiera alcanzado esa madurez artística, mal podría haber encarado la superación de semejante catástrofe. En realidad, los documentos muestran que no sólo se sintió un gran temblor el 31 de marzo, sino que hubo innumerables réplicas durante varios meses. Pero luego del primero, la ciudad comenzó su recuperación. Ello dio lugar a nuevos diseños arquitectónicos, a adecuación de emplazamientos y a nuevos trazados de calles. Entre esa fecha y el fin del siglo, las obras se multiplicaron. La llegada al Cusco del obispo Manuel de Mollinedo en 1673 daría un impulso decisivo.

Este obispo pondría dinero propio para muchas obras, visitaría todo el territorio a su cargo, dando indicaciones para el aseo de los templos y para el mejor desempeño del clero. Muchas obras de arte de la ciudad y el departamento se hicieron gracias a su intervención. En la ciudad fundó la viceparroquia de la Almudena, elevó a universidad al antiguo seminario de San Antonio Abad, consolidó la parroquia del hospital de naturales con la construcción de su templo -San Pedro e hizo efectiva la fundación del monasterio de Santa Teresa, entre otras muchas iniciativas.

Es así que se llega a finales del siglo XVII con una estructura que hoy podemos reconocer. Otras fundaciones o traslados se darían a comienzos del XVIII, entre los que se destacarían la creación de beaterios o el asentamiento definitivo de los existentes. Estos establecimientos menores, dedicados por lo general al amparo de niñas huérfanas, dependían de otros mayores y se distribuían por toda la ciudad, completando así los servicios de los conventos y monasterios, que ya anotáramos más arriba.

Esa estructuración de la ciudad llegará hasta hoy, a pesar de muchos cambios sobrevenidos, especialmente el ascenso y descenso económico, la expulsión de los jesuitas, las largas luchas independentistas y las novedades que traería el ferrocarril a principios del siglo XX. Sin embargo, no debemos olvidar que el esplendor de la ciudad sufriría un duro revés con la gran peste de 1720 que, a la larga, llevaría a su decadencia económica potenciada por otras situaciones internas y externas.

Uso de los espacios Echemos entonces una ojeada a esa estructura que hoy podemos verificar fácilmente. Salta a la vista que la plaza de armas continúa siendo el espacio convocante por excelencia. Siguen en importancia las otras dos porciones de la antigua Huacaypata: el Regocijo y San Francisco, esta última con un trazado que ha permanecido bastante desde la conquista. La del Regocijo -o Cusipata- tuvo una extensión mayor por muchas décadas y era sitio de festividades civiles, representaciones teatrales y sobre todo, plaza de toros, para lo cual se cerraban los accesos y se alquilaban los balcones del vecindario. En una esquina de esta plaza nació y vivió el Inca Garcilaso, parte de cuya casa está aun en pie.

En esta plaza se situaba el antiguo cabildo secular, por lo que algunas celebraciones, como coronaciones, nacimientos, matrimonios y muertes de reyes y príncipes tenían lugar aquí. También se instalaron en Cusipata muchos cajones de comercio, algunos de ellos pegados a los muros de la iglesia de la Merced, un par de los cuales persistiera hasta 1990 aproximadamente. Tal función comercial llevaría a instalar una capilla abierta en esa iglesia, lo que permitía participar en la misa a quienes allí trabajaban, sin necesidad de abandonar local ni mercaderías. Pero a principios del setecientos se instalaría una casa de moneda, cuya sede se construiría en la porción sud de esa plaza, quitándole prácticamente la mitad de su extensión. Y aunque el decaimiento de la ciudad llevaría a su cierre, el edificio perduraría hasta la década de 1930, cuando se lo demoliera para dejar paso al hotel de turismo. De todos modos, nunca se recuperó la plaza del Regocijo original.

Cada edificio religioso tuvo su plazuela adyacente o al menos vio ensanchada su calle frontera -como en Santa Catalina-. Pero también se organizaron otros espacios urbanos no relacionados con funciones religiosas, como la plazuela de Arones que alberga una fuente de agua, o las Limacpampas -grande y chica- que tienen funciones comerciales. Los lineamientos de ellas son particulares, y tanto hay plazas circundadas por calles, como las que son cruzadas por ellas, como las que sólo son un ensanche, casi como si un lote de esquina hubiera quedado vacío. Cada una fue acomodándose a las necesidades propias y a la larga consolidó un diseño adecuado a tales funciones. Ya en el siglo XX se incorporarían fuentes, plantas, árboles y esculturas en muchas de ellas, a veces con resultados no muy felices.

Lo interesante es ver que estas identidades son complementarias entre sí y que su relación da lugar a vías particularmente significativas. Entre ellas, la que sobresale es la formada por la calle que bajando por la Cuesta de San Blas, continúa en Atunrrumiyoc, Triunfo, pasa por el costado de la plaza de armas y el frente de la Compañía, y siguiendo en línea recta finaliza en el frente de San Pedro. En su trayecto relaciona las dos parroquias de indios, que están en sus extremos, con los conjuntos de la Catedral, la Compañía de Jesús, la Merced, San Francisco y Santa Clara. Aunque también vincula a todas las porciones de la antigua Huacaypata y pasa cercana a San Bernardo, San Antonio Abad y Santa Catalina. A eso podríamos agregar que en el trayecto hoy se reconocen otros elementos identificatorios como el museo arzobispal o el arco de Santa Clara.

Encuestas realizadas en 1975 mostraron a las claras que esta vía sacra estaba en la mente de la gente, así como los hitos que hemos nombrado. Lo mismo sucedía con otros hitos de la ciudad y los conjuntos o vías que ellos armaban, como por ejemplo: Belén-Santiago-la Almudena, o bien: San Antonio Abad-Nazarenas, o San Sebastián-San Jerónimo. Sólo en segundo término aparecían hitos no religiosos, pero lo más notorio es que muchas veces no se hacía mención a nombres de calles y hasta se desconocían. Haciendo un rápido repaso de los recorridos que vienen haciendo las procesiones -y que hoy se repiten- podemos ver que aquella vía principal siempre forma parte del camino. Lo mismo sucede con otros acontecimientos antiguos y modernos, como los rosarios nocturnos o de la aurora, los festejos estudiantiles, las marchas militares o las protestas civiles. Ciertamente, al promediar el siglo XX y entubarse el río Huatanay construyéndose la avenida Sol, ésa ha pasado a ser otra vía

prestigiada, ya que llega a unir la parte baja de la ciudad con la plaza pasando por nuevos hitos como el palacio de justicia.

Un estudio sobre la articulación de esta avenida con la  via sacra perpendicular a ella- sería interesante, porque así como la calle tradicional tiene una parte de cuesta y luego se desarrolla en un nivel, la nueva opción presenta una fuerte pendiente de ascenso hacia la plaza, a la que no tiene acceso directo. Aunque esto escapa al cometido del presente trabajo.

Otros recorridos sacros son los que se forman alrededor de cada una de las plazas, sobresaliendo lógicamente el de la de armas. También es posible recorrer el percurso que enlaza las tres plazas principales recuperando en cierto sentido el espacio de la vieja Huacaypata. Pero detengámonos ahora en la plaza mayor. Allí se desarrollan las fiestas principales entre las que se destaca la del Corpus Christi. Las directivas del concilio tridentino recomendaban dar importancia a esta festividad movible alrededor del solsticio invernal y que se celebraba un día jueves. Coincidía entonces con una tradicional fiesta del incanato en honor del sol llamada Inti Raymi. Evidentemente, ello posibilitó la asociación de ambos símbolos que se tradujo en múltiples aspectos de la evangelización. Pero acá nos interesa atender a la celebración misma..

Por un lado, la festividad abarca una semana entre llegadas de imágenes, ritos dentro de la catedral, procesión y regresos. Por otro, están involucradas catorce imágenes, coincidiendo con el número de monarcas incaicos. Supone una serie de carreras entre algunos de los santos -como San Sebastián y San Jerónimo apostando a cuál de ellos llegará primero al centro desde sus respectivas parroquias. Incluye visitas previas y posteriores a algunas iglesias del centro de imágenes del conurbano, así como la estadía de varias noches de todas ellas en la catedral. La Mamacha Belén “duerme” en Santa Clara, y allí es vestida y adornada para la fiesta. Pero a veces se dan casos de santos que “duermen” en templos de santas, abriendo paso a los más jocosos y atrevidos comentarios de la gente, que siente que las imágenes tienen vida. De esto habría mil anécdotas, así como son miles los piropos que la gente les grita. Quisiéramos destacar dos ideas en particular: la semejanza que hay con algunas expresiones andaluzas y  ese mismo sentido de personificación de las imágenes.

La participación de la misma plaza es muy importante, pues su espacio abierto, el atrio de la catedral, sus escalinatas, los edificios que la rodean y las calles que allí desembocan cumplen cada uno con una función en el desarrollo de la fiesta. A ello se une el recinto catedralicio en donde se colocan las estatuas y dentro del cual se cantarán misas y se realizarán rituales durante varios días. La catedral permanecerá abierta en horarios que no son los habituales y a ella ingresarán personas que sólo lo hacen en esos días. Lo mismo puede decirse de las procesiones, ya que muchos que se dicen contrarios a la religión, participan de las celebraciones y hasta se arrodillan y rezan en la ocasión. Y así como la plaza es el centro del Corpus, la que llamáramos vía sacra y las otras calles de acceso desde las parroquias que traen a sus santos, se convierten también en potenciales recintos simbólicos. En ellos se instalan altares portátiles para devociones variadas y para armar una suerte de estaciones o posas de las imágenes y de los atributos de sus cofradías. Estas posas fueron usadas también para otro tipo de celebraciones, particularmente en las exequias. Con el tiempo

adquirieron mucha importancia y es a principios del siglo XVIII en que va a haber un gremio de altareros dedicado a fabricarlos. En el día de hoy es común verlos formados por espejos enmarcados en madera pintada de rojo, a lo que se añade todo tipo de adornos.

Con la definición de esos recorridos y su señalamiento por estas instalaciones, se estructurará en esos días una fuerte vinculación del centro con las parroquias de la periferia, llegando a unir lugares distantes como las parroquias de San Jerónimo y San Sebastián, a las que actualmente se agrega la de Poroy, lugar al que fuera llevada la imagen de Santa Bárbara. De algún modo parece recrearse un nuevo Tahuantinsuyo. Y así como decíamos antes con respecto a la catedral, podemos afirmarlo para la fiesta en general: es para muchos la única oportunidad en el año para trasladarse al centro de la ciudad, así como para algunos es el motivo válido para ponerse ropa nueva y acompañar a su santo o virgen preferida, que también suele estar de estreno.

A ello debería agregarse un breve comentario sobre la integración de las oraciones comunitarias en voz alta, de la música -con sus bailes- y de las variadas comidas propias de cada celebración. Porque si la procesión del Santísimo ocupa el mediodía, la tarde da lugar a la ingesta de diversas preparaciones y a la descontrolada bebida que incita al baile hasta el atardecer, rito pagano que se desarrolla en la plaza en general, incluyendo los atrios del conjunto catedralicio. Las mismas bandas que de mañana tocaban para acompañar a las imágenes, por la tarde arrancan con otras músicas en las que puede reconocerse un amplio mestizaje de melodías y de ritmos. Hoy la música sacra, los huainos y la chicha van acompañados de una reinterpretada marcha de San Lorenzo, cumbias y cerveza, pero el sentido original está presente.

Debemos decir que los ritos y simbolismos no eran sólo de origen religioso ni referidos a ello, sino que abarcaban la vida civil y que el hombre y la mujer cusqueños eran afectos a esas expresiones. El sentido barroco, y por ende teatral, de la vida comunitaria estaba presente en la ciudad y teñía la actividad diaria. Esos ritos sirvieron para el mantenimiento de la cohesión social pero también para el mismo mantenimiento físico de la ciudad. Edificios, costumbres, música, culinaria, vestimenta se han visto protegidas por estos rituales, como el retejo de primavera o los doce platos del viernes santo.

El límite entre las fiestas religiosas y las cívicas tuvo muchos puntos indefinidos: las autoridades civiles podían estar en lugar destacado dentro de una función religiosa y viceversa. Lo mismo solía ocurrir en las formas externas de la celebración: los bailes en el Corpus y las bendiciones en un acto secular. El simbolismo incaico se hizo presente de manera clara o en forma sutil, pero no llegó a perderse del todo. Inclusive hubo situaciones que quedaron dormidas por un tiempo y más tarde renacieron.

Principales etapas del Cusco colonial En nuestra hipótesis original se planteaba la verificación de tres momentos destacados. Ellos eran: el reordenamiento interno de la población en el siglo XVI, la organización de los barrios en el siglo XVII y la consolidación de las estructuras simbólicas de la ciudad en el siglo XVIII. Por cierto, en buena medida esto se ha confirmado, sin embargo, el panorama se tornó mucho más rico que lo que esperábamos.

Las estructuras simbólicas parecen haber estado presentes bastante antes y haberse consolidado un poco antes de la llegada del siglo XVIII. Pero lo interesante es el haber visto que la etapa barroca de la ciudad -que en principio podemos darle una extensión que supera una centuria- tuvo momentos peculiares en su concepción de los espacios y en la participación de la vida pública. Y aunque hoy podamos leer el sentido barroco en la ciudad, en sus edificios religiosos y en la vida y las costumbres de sus habitantes, ello es fruto de diversas influencias y de diversas situaciones que se dieron a través de la historia y no una transición cerrada y anquilosada como se tiende a pensar.

Este trabajo nos ha permitido ver que la apreciación del espacio abierto por parte del indígena se conjugó con las propuestas tridentinas de la participación, el recorrido litúrgico y la exteriorización del culto. La ciudad -existente, pero con adecuaciones españolas- ayudó a tal conjunción, haciendo que la cabeza del incanato se insertara en la historia hispana. Muchas idealizaciones se hicieron del Cusco, mientras en la vida diaria poco a poco se mestizarían costumbres, ritos y usos de los espacios.

Para dar sitio al culto, se fueron levantando iglesias con su equipamiento, mientras se contemplaba la necesidad de la generación de nuevos ámbitos que no habían sido los acostumbrados en la península. De todos modos, la provisión de templos y retablos se fue haciendo a la vez que la ciudad levantaba nuevas viviendas, separaba en tres la gran plaza y lentamente cubría áreas que antes habían sido tierras de cultivo. Más o menos cuando el Cusco cumple un siglo en manos españolas es que parece entrar en un momento de febril labor artística. Así, cuando sobreviene el gran terremoto de 1650 se encuentran en el lugar numerosos maestros de las diferentes especialidades que podrán hacer resurgir a la ciudad y darle un nuevo esplendor en poco tiempo.

La acción del obispo Mollinedo será muy importante y entonces, para las últimas décadas del XVII ya podrá hablarse de una organización simbólica consolidada. Para ese momento los edificios principales están terminados y casi todos ellos ya tienen sus altares, imágenes, púlpitos y hasta órganos y coros, en algunos casos. La fiesta pública de entretenimiento, de desfile cívico y de procesión religiosa alcanzarán sus esplendor, con gran participación de todo el pueblo y con el adorno de balcones, ventanas, calles, atrios y plazas. No se quedarán atrás los ornamentos internos que se colocarán en los templos para tales fiestas.

Pero ese mundo de andas y carros de madera, de altares portátiles, de retablos de madera tallada y dorada, de interiores de iglesias en penumbra, será un poco más adelante cambiado por nuevas modas que se desarrollarán durante el XVIII. Allí veremos aparecer los frontales de plata, metal que también servirá para hacer todo tipo de luminarias, enchapar andas para procesiones hasta llegar al imponente carro del Santísimo. Mientras tanto, será el momento en que muchas capillas vean abrir ventanas y claraboyas, generalmente cubiertas con piedras berenguelas, y que en varios lugares se piense en ampliar o cambiar los altares de madera tallada y dorada con el uso de espejos. La ocasión se abrirá para hacer que algunos retablos terminen sobrepasando la pared en que está asentados, avanzando hacia los muros laterales o superando de tal modo su altura inicial, que

formarán arcos abocinados que en cierta manera parecen cobijar la mesa del altar. La conjunción de la presencia de los espejos y la apertura de entradas de luz hará que en unos pocos años los espacios internos de grandes templos y pequeñas capillas sufran una transformación tornándose luminosos y cambiantes. Allí se verá que muchos de los diseños y ornamentos que parecían propios de la arquitectura efímera pasarán entonces a instalarse en la arquitectura estable y duradera. De algún modo, la oposición entre el exterior asoleado y los interiores oscuros y misteriosos, se vería amortiguada.

La idea -extensamente estudiada- de las fachadas-retablo, en las que parece llevarse al frente la decoración interior, había llegado a los arcos triunfales, a los altares y a las posas de las procesiones. Pero ahora hay un regreso de las novedades que se dieron al exterior -en cierta medida se probaron- y vuelven más desarrolladas a los altares de las iglesias.

La especialización de los maestros que había llevado a tener un gremio particular, el de los “altareros”, parece sufrir un decaimiento hacia mediados del siglo XVIII, cuando por un lado ya se han hecho muchos retablos de espejos y cuando por otro, la fiesta pública comienza a perder esplendor. La economía de la ciudad ya no era la misma, la peste de 1720 había sido dura y las costumbres comenzaban a ser otras. En las últimas décadas del XVIII se multiplican los pedidos de licencia para abrir oratorios privados en las casas del centro, oratorios que no significaban sólo un sitio de devoción familiar, sino verdaderas capillas en las que podría decirse misa para quienes habitaban la casa.

Se da así en ese momento un abandono de la participación en las fiestas por parte de algunas familias y algunos funcionarios que también acceden a capillas en sus oficinas de gobierno. Pero a pesar de los lamentos de algunos y la búsqueda por reavivar el esplendor de antes, los últimos años de la dominación hispana y los primeros de la época independiente están llenos de solicitudes para abrir nuevos oratorios particulares.

Coincidentemente, los mayordomos de cofradías resuelven llevar a sus casas las pertenencias de la hermandad, así como los libros de ella. Es así que en muchos casos se suceden pérdidas y robos y hoy nos es difícil reconstruir la historia de muchas cofradías, sobre todo de las gremiales. A esto también ayudaría la reorganización impuesta por las autoridades del iluminismo que llevarían a una nueva estructuración de los oficios. Se llega entonces a la faz neoclásica en que otra vez se planteará la renovación de altares y decoraciones, entre las que la iglesia de la Merced y la propia catedral verán nuevamente alterada su fisonomía interior.

Muchos de las situaciones pasadas han persistido hasta nuestros días y hoy pueden leerse en la ciudad y en sus costumbres. No han desaparecido ni los ritos, ni el sentido barroco, ni los límites difusos entre lo cívico y lo religioso, los simbolismos incaicos reviven y se mezclan con los cristianos.

Principales fuentes consultadas

Repositorios

AAC Archivo Arzobispal del Cusco

ADC Archivo Departamental del Cusco

AGI Archivo General de Indias, Sevilla

ANP Archivo Nacional del Perú, Lima BNL Biblioteca Nacional, Lima CEDODAL Centro de Documentación de Arquitectura Latinoamericana, Buenos Aires

Bibliografía

AZEVEDO, Paulo O. de: Cusco. Continuidad y cambio. Cusco, 1975. (inédito).

CORNEJO BURONCLE, Jorge: Derroteros de Arte Cusqueño. Cusco, Garcilaso, 1960.

COVARRUBIAS POZO, Jesús M.:  Cuzco colonial y su arte. Cuzco, Rosas, 1958.

DUSSEL, Enrique D.: Historia de la Iglesia en América Latina. Coloniaje y liberación. (1492-1973). Barcelona, Nova Terra, 1974, 3ª ed.

ESQUIVEL Y NAVIA, Diego de: Noticias Cronológicas de la Gran Ciudad del Cuzco. Ed., prol. y notas de Félix Denegri Luna. t.I-II. Biblioteca Peruana de Cultura. Lima, Fundación Wiese, 1980.

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